Al visitar la ciudad de París y caminar por sus amplios bulevares contemplando sus bellos edificios de apartamentos, es obligado retrotraerse al Segundo Imperio francés (1852-1870), período histórico en el que, por deseo del emperador Napoleón III, el Barón Haussmann emprendió la remodelación de la ciudad dando lugar al París que todos podemos contemplar hoy. Fue precisamente en aquella época cuando la capital francesa se vio iluminada por la presencia de una española universal.
Con ocasión del centenario de su fallecimiento, traigo hoy a mi blog la figura de la Emperatriz Eugenia de Montijo, que nacida en la ciudad de Granada el 5 de mayo de 1826 en el seno de una aristocrática familia española, se convirtió en emperatriz consorte de Francia tras su matrimonio con el emperador Napoleón III.
En su juventud, Eugenia sufrió un desengaño amoroso que la llevó a pensar en tomar los hábitos, tal como expresó en una carta : "No sabes lo que es querer a alguien, ser despreciada. Pero Dios me dará valor; no lo rehúsa nunca a quien lo necesita y me dará el valor para terminar con mi vida tranquilamente en el fondo de un triste claustro donde no se sabrá jamás si he existido". Lejos estaba de imaginar la joven Eugenia que la Divina Providencia tenía planes distintos para ella.
Habiendo fallecido su padre, se trasladó con su hermana y su madre a París, donde fijaron su residencia y eran habituales en las grandes fiestas de los salones parisinos. Fue precisamente en una de esas recepciones donde Eugenia fue presentada al príncipe Luis Napoleón Bonaparte, quien quedó cautivado por la belleza y la inteligencia de la joven condesa de Teba. Convertido el príncipe en emperador Napoleón III, Eugenia y su madre fueron habituales invitadas a las fiestas del palacio imperial, mostrando el emperador continuas atenciones hacia ella. Decidido a conquistar a Eugenia, el emperador tuvo que lidiar con los firmes principios morales de la joven condesa. En uno de esos intentos, tras participar en un desfile militar, Luis Napoleón se acercó a caballo a una de las ventanas del palacio de las Tullerías donde se encontraba Eugenia y le preguntó: "Señorita, necesito verla, ¿cómo puedo llevar hasta usted?", a lo que Eugenia respondió: "Por la capilla, Señor, por la capilla". La anécdota es un buen reflejo de la firmeza de carácter y de los principios morales de nuestra protagonista, que no estaba dispuesta a convertirse en una más dentro la larga lista de amantes de los monarcas franceses.
Eugenia se convirtió en la esposa del emperador en una ceremonia religiosa que tuvo lugar en la Catedral de Notre-Dame el 30 de enero de 1853. Si bien este matrimonio no contentó ni al gobierno ni al pueblo francés, nuestra protagonista supo ganarse a todos ellos desde el mismo día de su boda. Los actos de entrega hacia su pueblo y su apoyo a innumerables obras benéficas contribuyeron a ello. Donó a la caridad los 600.000 francos que la ciudad de París le regaló con motivo de su boda así como los 250.000 que su esposo le entregó. Eugenia era consciente de su posición y se veía a sí misma como protectora de las clases humildes, tal como lo expresó de su puño y letra:
"Dos cosas me protegerán, espero: la fe que tengo en Dios y el inmenso deseo que me anima de ayudar a las clases desdichadas, desposeídas de todo, incluso de trabajo. Si el dedo de la Providencia me ha señalado para un puesto tan elevado, es para servir de mediadora entre los que sufren y los que pueden aportar remedios. Así yo he aceptado esta grandeza como una misión divina y, al mismo tiempo, doy gracias a Dios de haber puesto en mi camino a un corazón tan noble y tan entregado como el del emperador".
Transcurridos tres años desde su enlace matrimonial, la pareja imperial tuvo a su único hijo, Napoleón Eugenio, que recibió el título de Príncipe Imperial de Francia. Bajo el patronazgo de la emperatriz estaba la Sociedad del Príncipe Imperial, que prestaba dinero a bajo interés a familias necesitadas de hogar. La emperatriz asumió también la protección de orfanatos, asilos, hospitales infantiles, guarderías y, a menudo, visitaba a familias menesterosas de forma discreta. El gran amor de la emperatriz por su hijo despertó en ella el deseo de ocuparse de la infancia más abandonada de Francia, constituida por los pequeños vagabundos que a menudo terminaban en la cárcel entre los presos comunes. Eugenia sintió verdadera lástima por aquellos niños que eran encarcelados simplemente por dormir en las calles y que provenían de ambientes marginales donde a menudo eran maltratados. La emperatriz consiguió del emperador que le fuera concedida la presidencia de una comisión que buscara los medios legales para enviar a esos niños a colonias agrícolas donde su salud fuese cuidada y, al mismo tiempo, pudieran aprender a cultivar la tierra.
Su gran amor de madre se plasmó en la gran preocupación que la embargó cuando su hijo enfermó a la edad de dos años. Y fue precisamente por esta causa que tuvo lugar un hecho de gran relevancia que paso a relatar. Corría el año 1858, justamente el año en que tenían lugar las apariciones de la Santísima Virgen en Lourdes. El estado de salud del pequeño príncipe era tan preocupante que la emperatriz encargó a la institutriz de su hijo, Madame Bruat, que viajase a Lourdes y trajese un frasco de agua del manantial de Massabielle. El lugar había sufrido los ataques del gobierno liberal, llegando al cierre de la Gruta de las Apariciones con prohibición expresa de que cualquier persona se acercara a recoger agua del manantial. Cuando el guarda rural Callet, interceptó a la elegante dama por haberse acercado al lugar con objeto de cumplir el encargo de la emperatriz, la condujo ante el fiscal imperial Dutour y colocó sobre la mesa de su despacho el cuerpo del delito, es decir, la botella de agua recogida por la señora. Sometida a interrogatorio, el fiscal reconoció el apellido de la dama como el propio del almirante Bruat, ex ministro de Marina, ante lo cual la señora reconoció ser su esposa. Madame Bruat no se dejó intimidar y respondió a las preguntas del fiscal, reconociendo su transgresión de las órdenes, pagando la multa establecida y negándose a que la botella de agua le fuese confiscada, puesto que la había llenado cumpliendo órdenes de la emperatriz de Francia. Ante esta declaración, el fiscal Dutour no tuvo más remedio que dejar ir a Madame Bruat.
La estabilidad del régimen imperial se apoyaba en un perfecto equilibro entre liberales y clericales. En este preciso período que nos ocupa, dicho equilibro no podía romperse a favor de los clericales, puesto que estos ya se habían visto satisfechos tras el proyecto de unificación de Italia bajo el gobierno de cuatro reyes. En dicho proyecto Napoleón III ofrecía el predominio de esa federación al Romano Pontífice como soberano del Estado Católico. Esta medida contentaba a los clericales y disgustaba a los liberales. Por esta razón, los sucesos de Lourdes no eran una cuestión baladí y su reconocimiento supondría un nuevo apoyo a los clericales frente a la postura hostil de los liberales. Esta era la razón por la cual el emperador no vio con buenos ojos la actitud de la emperatriz, que deseaba recurrir al milagroso remedio que podía salvar la vida de su pequeño hijo, pero tampoco podía negarle su pedido en medio de su desesperación de madre. A pesar de su reticencia, decidió aceptar que el príncipe bebiese aquel agua de Lourdes, siempre que el hecho no trascendiese. Ante esta condición del emperador, Eugenia hizo promesa de devoción a la Santísima Virgen de Lourdes si salvaba la vida de su hijo.
Transcurrida la noche junto al lecho de su hijo, a la mañana siguiente, la emperatriz se personó en el despacho de su esposo para comunicarle que el estado de salud de su hijo había mejorado y la fiebre había remitido por completo. El emperador no quería dar su brazo a torcer y consideraba que la mejoría del príncipe se debía a los remedios administrados por el médico que lo atendía, a lo cual, la emperatriz no dudó en acusarlo de ateo y en reprocharle su falta de humildad por no reconocer a Dios la gracia que les había concedido. Una vez más, Eugenia se mostró firme en sus principios y manifestó a su esposo que el agua de Lourdes había curado a su hijo y que no le quedaba más remedio que cumplir la promesa que ella había realizado: ordenar la apertura al público del acceso a la Gruta de Massabielle. El emperador se mostró disgustado puesto que, en ese momento, Lourdes era para él un delicado problema político en el que no podía incomodar a los partidos liberales, además de ir en contra de su visión renovadora en la que no había espacio para lo que él consideraba un misticismo latente en cierto sector atrasado de la población. La emperatriz le manifestó que sus motivos de esposa y madre eran mucho más importantes que cualquier problema político y supo hacerle comprender que su imperio dependía de potencias mucho más poderosas e importantes que la opinión pública; un soberano no puede prescindir del cielo. "En Francia corre un manantial bendito que produce curaciones milagrosas. El mismo poder que a través de una ingenua y bendita niña ha sabido hacer surgir en un momento el manantial, se ha mostrado complaciente contigo. ¿Crees realmente que es menos peligroso azotar la cara de Dios y de la Santísima Virgen que la de tu llamado espíritu moderno? ¡La promesa está hecha y hay que cumplirla! ¡Más por ti que por mí, tu imperio está en juego!" El emperador invitó a Eugenia a abandonar su despacho. Se sentía profundamente disgustado pero sabía que Eugenia tenía razón. Transcurridos tres días desde esa discusión, el emperador se dio por vencido, y prescindiendo de toda burocracia y evitando el encuentro con sus ministros, dictó rápidamente el siguiente telegrama dirigido al prefecto de Tarbes: "Es preciso que inmediatamente permita usted al público el acceso a la gruta situada al oeste de Lourdes. Napoléon".
Llevando en la mano una copia de dicho texto, el emperador fue al encuentro de la emperatriz y se lo mostró. Eugenia no cabía en sí de gozo y reconoció en su esposo su gran corazón y su capacidad de sobreponerse a sí mismo cuando la situación lo requería. La respuesta del emperador constituyó un verdadero reconocimiento a su esposa: "La única verdad, Madame, es que la Señora de Lourdes ha encontrado en usted una aliada en todo sentido excelente".
Henri Laserre y René Laurentin, considerados los historiadores oficiales de Lourdes, manifestaron que la orden de reapertura de la Gruta de Lourdes se emitió tras la visita realizada al emperador por parte del Arzobispo de Auch, Sr. de Salinis y el diputado Sr. De Rességuier. Sin embargo, debemos reconocer que la presencia de Madame Bruat en la Gruta de Massabielle está perfectamente documentada, y diversos autores también han constatado la decisiva influencia de la emperatriz Eugenia en la reapertura de la Gruta de Lourdes. Este episodio tan significativo es una muestra no sólo de la firmeza propia de Eugenia de Montijo sino de su apoyo incondicional a la cosmovisión cristiana de la que siempre hizo gala.
La emperatriz asumió en varias ocasiones la regencia del imperio. Durante uno de esos períodos, en 1856 y en contra de la opinión de varios ministros, ordenó que hubiese una representación oficial en la ceremonia de canonización de Santa Margarita María Alacoque, en Paray-le-Monial.
Su defensa del catolicismo la llevó a influir en diversos acontecimientos de la política internacional de su época y su fe en Dios le sirvió de gran consuelo en los momentos más difíciles de su vida como la caída del Imperio, su exilio y la muerte de sus seres más queridos (su esposo, su madre, su hermana y su hijo). Aquel pequeño príncipe imperial que sanó gracias al agua milagrosa de Lourdes, se convirtió con el paso de los años en un joven intachable del cual su madre se sentía muy orgullosa. Durante el exilio en Gran Bretaña, el joven príncipe, concluida su formación militar, decidió partir voluntariamente con sus compañeros de armas a Sudáfrica para combatir en la Guerra anglo-zulú, donde cayó abatido bajo las lanzas a la edad de 23 años. La emperatriz ordenó edificar la abadía benedictina de Saint Michael, en la localidad inglesa de Farnborough, donde enterró al emperador y a su hijo, y entregó a la comunidad allí establecida la Rosa de Oro, máxima condecoración pontificia concedida a soberanas católicas. Desaparecidos sus seres más queridos, todavía vivió durante cuarenta años, falleciendo el 11 de julio de 1920 a la edad de 94 años en el madrileño Palacio de Liria. Sus restos mortales fueron sepultados en la Cripta Imperial, junto a su esposo y su hijo.
En estos tiempos turbulentos que vivimos, imploremos el auxilio divino para, a semejanza de la emperatriz Eugenia, mantenernos firmes en nuestros principios cristianos, sin sucumbir ante el relativismo imperante, confiando en el auxilio de la Santísima Virgen y poniendo nuestras vidas en las manos del Todopoderoso.
FUENTES:
"Eugenia de Montijo, emperatriz de los franceses" (Fernando Díaz-Plaja)
"La canción de Bernadette" (Franz Werfel)
Boletín Nº 140 de la Hospitalidad de Lourdes