martes, 23 de abril de 2019

¡Resurgid de las cenizas!

Un año más hemos vivido la Semana Santa acompañando a Nuestro Señor Jesucristo en su dolorosa Pasión y a Nuestra Señora en su dolor por su Divino Hijo muerto por nuestros pecados. Un dolor que, en cierto modo, vimos reflejado simbólicamente al contemplar las llamas que asolaron la Catedral de Notre-Dame de París en la tarde del Lunes Santo. A medida que transcurrían los minutos, podíamos contemplar con horror como más de ochocientos años de Historia y de fe ardían ante nuestros ojos.

 

 
 



Siempre que visito una Catedral vienen a mi mente las personas que participaron en su construcción sin buscar ningún tipo de notoriedad, cuyos nombres desconocemos, pero que trabajaron ofreciendo lo mejor de sí mismos para dar gloria a Dios a través de su esfuerzo y crearon esos maravillosos prodigios en piedra, demostrando aquello que el hombre es capaz de hacer cuando el Todopoderoso es el centro de su vida y guía sus acciones.

Dos tercios de la cubierta del edificio se desmoronaron, y a todos se nos partió el corazón cuando vimos derruirse la gran aguja central bajo las llamas. Ciertamente, no es la primera vez que la Catedral es testigo del horror. A lo largo de los siglos, Notre-Dame de París ha sido testigo de alegrías y tristezas de la nación francesa, de triunfos y desastres. Contempló el terror de que es capaz el hombre cuando se aleja de Dios. Fue testigo de la Revolución Francesa (1789-1799) y de la sangre derramada por las calles de la capital. Sobrevivió a la Comuna (1871), que desembocó en una semana sangrienta que dio como resultado miles de muertos y cientos de monumentos e iglesias destruidas. Todos estos procesos revolucionarios fueron protagonizados por una sociedad que, renegando de Dios, buscaba una falsa libertad. Pero aun así, llegando al siglo XXI, la Catedral de París ha resistido en pie, incluso en medio de esta época dominada por el relativismo y la indiferencia ante la barbarie asumida con normalidad y manifestada en un sinfín de barbaridades como el aborto, la eutanasia, el ataque a la familia... todo ello resultado de una profundísima crisis de valores de la sociedad occidental. Esta Catedral de Notre-Dame ardiendo en la tarde del Lunes Santo representa un grito contra tanto horror. Lo que ardió en esa tarde fue mucho más que un simple monumento o símbolo cultural como lo han calificado los medios de comunicación; se trata de un verdadero símbolo de la Cristiandad occidental, casa de Dios y templo bajo la titularidad de Nuestra Señora. ¿Cómo no sucumbir y no gritar ante una sociedad que vive anclada en lo terrenal, da la espalda a Dios y se muestra despreocupada de su propia salvación?


Resulta difícil creer en la teoría del incendio fortuito si se tienen en cuenta los numerosos ataques y profanaciones sufridos por cientos de iglesias francesas en los últimos meses. Pero más allá de cuál haya sido la verdadera causa del incendio, destacan hechos esperanzadores en medio de un paisaje tan desolador. Debemos brindar nuestro reconocimiento al trabajo heroico de los bomberos de la capital francesa que dieron lo mejor de sí para salvar su Catedral, y entre ellos, su capellán, el Padre Jean Marc Fournier que arriesgó su vida para salvar al Santísimo de entre las llamas. Emocionante resulta contemplar una imagen de la Santísima Virgen recuperada entre los escombros o saber que las significativas reliquias del Tesoro de la Catedral se encuentran a salvo, entre ellas, la Corona de espinas de Nuestro Señor Jesucristo, un fragmento de la Santa Cruz y uno de los clavos que perforó la carne de Nuestro Redentor. Es esperanzador ver a cientos de fieles congregados en los alrededores del templo, que contemplando las llamas, entonaban himnos y rezos a Nuestra Señora. Ciertamente, de entre las tinieblas, siempre surge una luz.



Y cuando finalmente las llamas fueron sofocadas y el humo fue extinguiéndose, pudimos ver imágenes llenas de esperanza. El altar y la gran cruz permanecen en pie, cubiertos de ceniza, pero intactos. A los pies de la Cruz, la imagen de la Piedad se ha salvado, en ella vemos a María llorando a Su Hijo pero firme en su dolor. Como también aparece intacta la imagen de Nuestra Señora de París en lo alto de su pilar. ¡Resulta maravilloso!  Nuestra Señora en pie, por encima de la desolación, parece decirnos: No tengáis miedo, el infierno no prevalecerá y, al fin, mi Inmaculado Corazón triunfará. 

Después del dolor de la Pasión de Nuestro Señor, llega la Resurrección. Sí, ¡es tiempo de resurgir de las cenizas y de la desolación! Ha ardido una Catedral pero sus daños no son irreparables. Estamos a tiempo de reaccionar recordando las palabras que el Cardenal Sarah pronunció en la Catedral de Chartres con ocasión de la Peregrinación anual de Pentecostés en 2018 y que bien pueden aplicarse a la catedral de París o a cualquier otra de las grandes catedrales europeas:
"Queridos peregrinos de Francia, ¡miren esta catedral! ¡Sus antepasados la construyeron para proclamar su fe! Todo, en su arquitectura, su escultura, sus vidrieras, proclama la alegría de ser salvo y amado por Dios. Sus antepasados no fueron perfectos, no carecieron de pecados, ¡pero querían dejar la luz de la fe iluminar su oscuridad! Hoy, tú también, Pueblo de Francia, ¡despierta, elige la luz, renuncia a la oscuridad!"
Francia, Europa entera, no sucumbáis ante el mal. Tened presente el espíritu de aquellos que dedicaron su vida a levantar vuestros magníficos templos. ¡Resurgid de las cenizas! ¡Resurgid de la ruina moral en que vivís! Pidamos a Nuestra Señora que conserve en nuestras almas el amor por Jesucristo y su Iglesia. Madre nuestra, convertidnos para que recuperemos la fe y las virtudes de nuestros ancestros, dando gloria a Dios con nuestras vidas.


 ¡Feliz Pascua de Resurrección!


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