No podría precisar en qué momento exacto tuve conocimiento de la figura de Bernadette Soubirous, la joven vidente de las apariciones de la Santísima Virgen en Lourdes. Mi conocimiento de ella era difuso. Fue a raíz de mi primera visita a Lourdes, cuando todo cambió, comencé a interesarme por todo lo relacionado con aquel bendito lugar situado en la región pirenaica francesa, y Bernadette fue tomando forma para mí, interesándome por conocer y aprender más de su vida.
Si bien conocí su historia con más detalle leyendo el clásico libro "La canción de Bernadette" de Franz Werfel, me faltaba profundizar más íntimamente en su personalidad. A diferencia de otros Santos, Bernadette no dejó obras escritas, si bien en el Convento de Saint-Gildard en Nevers, donde Bernadette fue religiosa, se encuentran los testimonios y la información proveniente de los que la conocieron y trataron. Precisamente, documentándose en esos magníficos archivos y en la obra del gran teólogo y experto en Mariología, el Padre René Laurentin, fue como la autora francesa Marcelle Auclair (escritora, periodista e hispanista) llevó a cabo la escritura de su biografía, titulándola "BERNADETTE". Nunca hubiera imaginado que alguien como ella escribiera la biografía de una Santa, pero lo hizo, y cumplió el cometido con buena nota, "dando gracias a Dios por el gozo encontrado en este trabajo". El libro se publicó en 1958, con ocasión del centenario de las apariciones con la intención de destacar la figura de la vidente, a través de la cual el mensaje de María llegó al mundo. Tal como reconoce el Cardenal Feltin (*) en el prefacio de la obra: " Para que ese testimonio cobre su pleno valor, es preciso que sepamos quien es esa persona que ha declarado haber visto y oído a la Virgen...Convenía que esta maravillosa y conmovedora historia fuese contada por una mujer...Lo ha hecho con la fina sensibilidad de un corazón intuituivo y con un acento de ternura humana, casi maternal". Y así es, la autora relata la vida de la santa con sencillez, en una escritura evocadora de su figura y de su ambiente, y tal vez ahí esté el secreto del libro: ser fiel a la sencillez y esencia de la protagonista, adentrándose en su personalidad e interpretando su sentir.
Bernardette Soubirous nace en Lourdes el 7 de enero de 1844. Hija del molinero François Soubirous y Louise Castérot, fue la mayor de nueve hermanos y formó parte de una familia en constante y progresiva decadencia. La escasez de las cosechas, el accidente laboral que hizo que su padre quedase tuerto, el ocasional trabajo de costurera de su madre, la falsa acusación de robo que recayó sobre su padre...todo se fue confabulando para sumir a los Soubirous en una pobreza extrema, llevándolos a vivir en Le Cachot, un calabozo de la que había sido antigua prisión de Lourdes. Las condiciones de humedad e insalubridad del lugar deterioraron la salud de Bernadette, viéndose afectada por el cólera y el asma. La pobreza fue la causante de su desnutrición y de su falta de instrucción, no aprendiendo a leer y a escribir hasta los 16 años.
A sus 14 años, por lo menudita y delicada, no aparentaba más de diez años. Sin embargo, tenía un rostro agradable y redondo, y en el blanco de sus ojos relucían sus oscuras pupilas, que miraban directamente. Siendo la más pobre, la menos inteligente, la enferma de asma y la señalada por todos como "la que vivía en el calabozo" y como "la hija del ladrón Soubirous", algo extraordinario aconteció a Bernadette el 11 de febrero de 1858. Se encontraba junto a su hermana Toinette y su amiga Jeanne recogiendo leña en el entorno de la gruta de Massabielle, un lugar sucio, en el que no se podía encontrar nada bueno...de hecho se decía de toda persona grosera y mal educada: "Deben haberle educado en la gruta de Massabielle". Y allí fue donde Bernadette cayó de rodillas ante la visión de una bellísima Dama iluminada que cambiaría su vida para siempre, y que volvería a contemplar hasta un total de dieciocho ocasiones. Pero que nadie se lleve a engaño, su vida no se transformó en un camino de rosas, todo lo contrario, pues las burlas se multiplicaron, las acusaciones de mentirosa formaron parte de su vida cotidiana, pero nada de ello alteró a nuestra Bernadette, pues el recuerdo de una sonrisa le tenía el corazón en paz.
Ante las burlas al verla arrodillada ante la inmunda gruta, Bernadette respondía: "Las oraciones están bien en todas partes". Por si fuera poco, su madre Louise vivía aquellos acontecimientos con gran contrariedad, viendo como su familia estaba en boca de todos y sintiéndose asustada por todo aquello que no alcanzaba a comprender.
Nada podía alterar a Bernadette. Era sencilla, modesta, reservada, discreta y prudente. Esa luz y paz aportadas por la visión de la bellísima Dama que le prometió hacerla feliz, no en este mundo, sino en el otro, le sirvieron para enfrentarse a todos los interrogatorios y situaciones derivadas con gran seguridad y fortaleza, limitándose a hablar cuando la interrogaban. Esa seguridad y firmeza impresionaban a todos, y seguramente estaban derivados de la certeza de Bernadette en cuanto a lo que había presenciado y a la gracia con que había sido tocada. "No espero ningún provecho en esta vida", he aquí un mensaje claro. Ante las preguntas del Señor Procurador y su insistencia en prohibirle su regreso a la gruta, Bernadette no titubea, se muestra firme y tranquila, hablando con acento suave, con convencimiento, sin turbación alguna, responde: "Me siento como arrastrada por una fuerza irresistible...Siento demasiada alegría cuando voy allí". Muestra la misma actitud cuando es interrogada por el comisario y por el juez: "¿Dices que es la Virgen María quien se te aparece?", a lo cual responde: "No sé si es ella, no me lo ha dicho".
Una fuerza interior la ayudaba a pasar por encima de todo: vigilada, asediada como estaba, nada podría impedirle regresar a la Gruta; no tenía miedo. Ni siquiera sintió miedo ante el Abad Peyramale, cura párroco de Lourdes en aquel tiempo. Era un hombre que infundía respeto a todos. Había prohibido a sus vicarios que acudiesen a la gruta. Algunos le criticaban por ello, sin embargo su posición era fruto de la prudencia y la fe: "Si vamos, dirán que somos nosotros quienes inspiramos a Bernadette, y si el asunto acaba mal, quedaremos en ridículo, y así, por causa nuestra, será la Religión entera la que sufrirá detrimento. Si media algo divino, la Divinidad no precisa de nosotros para vencer". Empleaba gran dureza cuando se dirigía a Bernadette: "Dicen que ves a la Santísima Virgen. ¡Mientes, no ves nada!". La respuesta de Bernadette no variaba: "Yo no he dicho que veo a la Santísima Virgen, Sr. Cura, sino a una Señora muy bella".
Y así transcurrieron los días y las apariciones, con nuestra pequeña mensajera cumpliendo su cometido, llevando el mensaje al Sr. Cura para que se organizase una procesión a la Gruta. El párroco, al escuchar esta petición, le exigió que preguntase a la Señora su nombre, y tras varios intentos, Bernadette obtuvo la respuesta de la bella Dama: "Yo soy la Inmaculada Concepción". Durante el camino de retorno a la casa del párroco, Bernadette irá repitiendo sin cesar esas palabras que le resultan desconocidas. La respuesta de la Señora en boca de una chiquilla que no conocía el significado de esas palabras, fue más que suficiente para que el Abad Peyramale comprendiese en un instante que Bernadette decía la verdad.
¿Cómo era posible que la Virgen se apareciese a Bernadette, habiendo en Lourdes tantas otras muchachas mucho más instruidas que ella en religión? Su falta de instrucción hacía que no supiese leer ni escribir y que por tanto, no le fuese impartida la catequesis y no hubiese recibido la Primera Comunión, aunque acudía a Misa todos los domingos y en su bolsillo siempre llevaba el Rosario, el mismo que tomó en su mano ante la visión de la bella Dama. La pobreza de su familia hizo que acudiese a servir como criada en la casa de quien había sido su nodriza, situada en la cercana Bartrès. Nunca una queja salió de sus labios. Bernadette conocía la obediencia sin rechistar, un amor sincero dispuesto a hacer siempre un favor, una ternura propia de una servidora de María y de Jesús, aunque ella lo desconociese..."Era un secreto entre su alma y Dios...Su alma, que debe ser como un puro espejo para que en él, y en el día señalado, se refleje el cielo". Dura de mollera en la escuela, aprendía, sin embargo con sorprendente facilidad lo que Dios murmuraba en su interior.
Se puede afirmar que Bernadette cumplía los requisitos que la convertían en la más adecuada para percibir la visión de la Virgen, transmitir su mensaje sin ningún tipo de invención por su parte ni tergiversación y para sobrellevar las dificultades e inconvenientes que de todo ello se derivaron. Por pedido de la Señora, escarbó con sus manos, comió la hierba y bebió del manantial, esa fuente que "existía allí, pero enterrada, como a menudo se revela la gracia de Dios bajo lo grosero de la carne...para que el agua brotase un día, tan viva que el mundo entero pudiera en ella cicatrizar sus llagas, tan pura que pudiera en ella lavar sus manchas...Bernadette bebió el barro y mascó la amargura, y así la Señora consintió en ser humillada en la persona de su mensajera".
Esa muchachita que había recibido gracias sobrenaturales y que había puesto en efervescencia a miles de personas, que no tenía cuna, ni cultura, ni educación, ni sabía ortografía, decide convertirse en religiosa y ocultarse del mundo, y lo hizo ingresando en el Convento de Saint Gildard de Nevers. Su ingreso se produjo única y exclusivamente gracias a la Santísima Virgen, que escogió a su privilegiada entre los no privilegiados, pues las Damas de Nevers pertenecían a la burguesía y a la aristocracia. Allí se convirtió en Sor Marie Bernarde y pasó a ser una religiosa como las demás.
Su vida en el convento no fue fácil, por su delicada salud y por el trato agrio que le dispensaba la maestra de novicias, que se resistía a aceptar que alguien como Bernadette viviese en la constante presencia de Dios. No había recibido instrucción, sin embargo fue la Virgen quien le enseñó a orar y quien la inundó con su luz, mucho antes de que Bernadette supiera algo del Catecismo. Su pobre salud la hacía impotente para todo en este mundo, salvo para servir de canal a las aguas vivas del Paraíso. Tal como ella reconocía: "Mi empleo es estar enferma", pero esta dificultad no impedía su valor y alegría naturales con los que conseguía dominar sus sufrimientos. Más allá de ese aspecto digno y serio que muestra en las fotografías, Bernadette era jovial y bromista, divirtiendo a sus compañeras con sus dotes para la imitación. En Nevers la vieron tal como era: "franca, sencilla, modesta, humilde en su sobrenatural triunfo, ello a pesar de que todo convergía a exaltarla y a destacarla."
Pero no todo era perfección en su carácter. Era consciente de sí misma, de sus defectos y siempre reconoció cuán necesitada estaba del socorro divino, cuántas fuerzas necesitaba sacar del sacramento de la penitencia y sobre todo de la Santa Comunión...pidiendo a una Hermana que "rezase mucho por ella para no achicharrarse en el Purgatorio". Entre esos defectos, tuvo que luchar durante toda su vida para corregir su susceptibilidad, y lo mucho que la hacían sufrir los desafectos. Sensible y afectuosa por naturaleza, tenía una gran capacidad de ternura. Cuando no se le demostraba afecto, se sentía herida. Tal era su susceptibilidad.
Su vida estuvo marcada por el hecho maravilloso de las Apariciones, y también por el dolor físico. María le había confiado a los pecadores, y ella ejercía una "suave violencia" sobre Dios, su Padre, pero no como hija mimada sino como hija sacrificada.
Su enfermedad la postró en cama, sintiéndose clavada en el lecho como Cristo en la Cruz. Su cuerpo se encontraba en tortura pero su alma se sentía radiante. "La Cruz me basta...Me siento más feliz con mi crucifijo sobre mi lecho de dolor que una reina sobre su trono".
Y llegados a este punto de la vida de Bernadette, la autora Marcelle Auclair redacta el que podría haberse considerado el testamento espiritual de nuestra protagonista, palabras que no fueron escritas ni pronunciadas por Bernadette, pero que la maestría de la autora supo expresar ahondando en su sentimientos más profundos, y que constituyen las líneas más memorables de la obra que nos ocupa.
Todo ello pudo pasar por su mente, con toda probabilidad cuando se encontraba en su lecho de muerte, en el que sus últimas palabras fueron dirigidas a aquella bella Dama, la Santísima Virgen que tuvo a bien escogerla como su predilecta:
FOTO: María Luz
Bernardette Soubirous nace en Lourdes el 7 de enero de 1844. Hija del molinero François Soubirous y Louise Castérot, fue la mayor de nueve hermanos y formó parte de una familia en constante y progresiva decadencia. La escasez de las cosechas, el accidente laboral que hizo que su padre quedase tuerto, el ocasional trabajo de costurera de su madre, la falsa acusación de robo que recayó sobre su padre...todo se fue confabulando para sumir a los Soubirous en una pobreza extrema, llevándolos a vivir en Le Cachot, un calabozo de la que había sido antigua prisión de Lourdes. Las condiciones de humedad e insalubridad del lugar deterioraron la salud de Bernadette, viéndose afectada por el cólera y el asma. La pobreza fue la causante de su desnutrición y de su falta de instrucción, no aprendiendo a leer y a escribir hasta los 16 años.
A sus 14 años, por lo menudita y delicada, no aparentaba más de diez años. Sin embargo, tenía un rostro agradable y redondo, y en el blanco de sus ojos relucían sus oscuras pupilas, que miraban directamente. Siendo la más pobre, la menos inteligente, la enferma de asma y la señalada por todos como "la que vivía en el calabozo" y como "la hija del ladrón Soubirous", algo extraordinario aconteció a Bernadette el 11 de febrero de 1858. Se encontraba junto a su hermana Toinette y su amiga Jeanne recogiendo leña en el entorno de la gruta de Massabielle, un lugar sucio, en el que no se podía encontrar nada bueno...de hecho se decía de toda persona grosera y mal educada: "Deben haberle educado en la gruta de Massabielle". Y allí fue donde Bernadette cayó de rodillas ante la visión de una bellísima Dama iluminada que cambiaría su vida para siempre, y que volvería a contemplar hasta un total de dieciocho ocasiones. Pero que nadie se lleve a engaño, su vida no se transformó en un camino de rosas, todo lo contrario, pues las burlas se multiplicaron, las acusaciones de mentirosa formaron parte de su vida cotidiana, pero nada de ello alteró a nuestra Bernadette, pues el recuerdo de una sonrisa le tenía el corazón en paz.
Ante las burlas al verla arrodillada ante la inmunda gruta, Bernadette respondía: "Las oraciones están bien en todas partes". Por si fuera poco, su madre Louise vivía aquellos acontecimientos con gran contrariedad, viendo como su familia estaba en boca de todos y sintiéndose asustada por todo aquello que no alcanzaba a comprender.
Nada podía alterar a Bernadette. Era sencilla, modesta, reservada, discreta y prudente. Esa luz y paz aportadas por la visión de la bellísima Dama que le prometió hacerla feliz, no en este mundo, sino en el otro, le sirvieron para enfrentarse a todos los interrogatorios y situaciones derivadas con gran seguridad y fortaleza, limitándose a hablar cuando la interrogaban. Esa seguridad y firmeza impresionaban a todos, y seguramente estaban derivados de la certeza de Bernadette en cuanto a lo que había presenciado y a la gracia con que había sido tocada. "No espero ningún provecho en esta vida", he aquí un mensaje claro. Ante las preguntas del Señor Procurador y su insistencia en prohibirle su regreso a la gruta, Bernadette no titubea, se muestra firme y tranquila, hablando con acento suave, con convencimiento, sin turbación alguna, responde: "Me siento como arrastrada por una fuerza irresistible...Siento demasiada alegría cuando voy allí". Muestra la misma actitud cuando es interrogada por el comisario y por el juez: "¿Dices que es la Virgen María quien se te aparece?", a lo cual responde: "No sé si es ella, no me lo ha dicho".
Una fuerza interior la ayudaba a pasar por encima de todo: vigilada, asediada como estaba, nada podría impedirle regresar a la Gruta; no tenía miedo. Ni siquiera sintió miedo ante el Abad Peyramale, cura párroco de Lourdes en aquel tiempo. Era un hombre que infundía respeto a todos. Había prohibido a sus vicarios que acudiesen a la gruta. Algunos le criticaban por ello, sin embargo su posición era fruto de la prudencia y la fe: "Si vamos, dirán que somos nosotros quienes inspiramos a Bernadette, y si el asunto acaba mal, quedaremos en ridículo, y así, por causa nuestra, será la Religión entera la que sufrirá detrimento. Si media algo divino, la Divinidad no precisa de nosotros para vencer". Empleaba gran dureza cuando se dirigía a Bernadette: "Dicen que ves a la Santísima Virgen. ¡Mientes, no ves nada!". La respuesta de Bernadette no variaba: "Yo no he dicho que veo a la Santísima Virgen, Sr. Cura, sino a una Señora muy bella".
Y así transcurrieron los días y las apariciones, con nuestra pequeña mensajera cumpliendo su cometido, llevando el mensaje al Sr. Cura para que se organizase una procesión a la Gruta. El párroco, al escuchar esta petición, le exigió que preguntase a la Señora su nombre, y tras varios intentos, Bernadette obtuvo la respuesta de la bella Dama: "Yo soy la Inmaculada Concepción". Durante el camino de retorno a la casa del párroco, Bernadette irá repitiendo sin cesar esas palabras que le resultan desconocidas. La respuesta de la Señora en boca de una chiquilla que no conocía el significado de esas palabras, fue más que suficiente para que el Abad Peyramale comprendiese en un instante que Bernadette decía la verdad.
¿Cómo era posible que la Virgen se apareciese a Bernadette, habiendo en Lourdes tantas otras muchachas mucho más instruidas que ella en religión? Su falta de instrucción hacía que no supiese leer ni escribir y que por tanto, no le fuese impartida la catequesis y no hubiese recibido la Primera Comunión, aunque acudía a Misa todos los domingos y en su bolsillo siempre llevaba el Rosario, el mismo que tomó en su mano ante la visión de la bella Dama. La pobreza de su familia hizo que acudiese a servir como criada en la casa de quien había sido su nodriza, situada en la cercana Bartrès. Nunca una queja salió de sus labios. Bernadette conocía la obediencia sin rechistar, un amor sincero dispuesto a hacer siempre un favor, una ternura propia de una servidora de María y de Jesús, aunque ella lo desconociese..."Era un secreto entre su alma y Dios...Su alma, que debe ser como un puro espejo para que en él, y en el día señalado, se refleje el cielo". Dura de mollera en la escuela, aprendía, sin embargo con sorprendente facilidad lo que Dios murmuraba en su interior.
Se puede afirmar que Bernadette cumplía los requisitos que la convertían en la más adecuada para percibir la visión de la Virgen, transmitir su mensaje sin ningún tipo de invención por su parte ni tergiversación y para sobrellevar las dificultades e inconvenientes que de todo ello se derivaron. Por pedido de la Señora, escarbó con sus manos, comió la hierba y bebió del manantial, esa fuente que "existía allí, pero enterrada, como a menudo se revela la gracia de Dios bajo lo grosero de la carne...para que el agua brotase un día, tan viva que el mundo entero pudiera en ella cicatrizar sus llagas, tan pura que pudiera en ella lavar sus manchas...Bernadette bebió el barro y mascó la amargura, y así la Señora consintió en ser humillada en la persona de su mensajera".
Esa muchachita que había recibido gracias sobrenaturales y que había puesto en efervescencia a miles de personas, que no tenía cuna, ni cultura, ni educación, ni sabía ortografía, decide convertirse en religiosa y ocultarse del mundo, y lo hizo ingresando en el Convento de Saint Gildard de Nevers. Su ingreso se produjo única y exclusivamente gracias a la Santísima Virgen, que escogió a su privilegiada entre los no privilegiados, pues las Damas de Nevers pertenecían a la burguesía y a la aristocracia. Allí se convirtió en Sor Marie Bernarde y pasó a ser una religiosa como las demás.
Su vida en el convento no fue fácil, por su delicada salud y por el trato agrio que le dispensaba la maestra de novicias, que se resistía a aceptar que alguien como Bernadette viviese en la constante presencia de Dios. No había recibido instrucción, sin embargo fue la Virgen quien le enseñó a orar y quien la inundó con su luz, mucho antes de que Bernadette supiera algo del Catecismo. Su pobre salud la hacía impotente para todo en este mundo, salvo para servir de canal a las aguas vivas del Paraíso. Tal como ella reconocía: "Mi empleo es estar enferma", pero esta dificultad no impedía su valor y alegría naturales con los que conseguía dominar sus sufrimientos. Más allá de ese aspecto digno y serio que muestra en las fotografías, Bernadette era jovial y bromista, divirtiendo a sus compañeras con sus dotes para la imitación. En Nevers la vieron tal como era: "franca, sencilla, modesta, humilde en su sobrenatural triunfo, ello a pesar de que todo convergía a exaltarla y a destacarla."
Pero no todo era perfección en su carácter. Era consciente de sí misma, de sus defectos y siempre reconoció cuán necesitada estaba del socorro divino, cuántas fuerzas necesitaba sacar del sacramento de la penitencia y sobre todo de la Santa Comunión...pidiendo a una Hermana que "rezase mucho por ella para no achicharrarse en el Purgatorio". Entre esos defectos, tuvo que luchar durante toda su vida para corregir su susceptibilidad, y lo mucho que la hacían sufrir los desafectos. Sensible y afectuosa por naturaleza, tenía una gran capacidad de ternura. Cuando no se le demostraba afecto, se sentía herida. Tal era su susceptibilidad.
Su vida estuvo marcada por el hecho maravilloso de las Apariciones, y también por el dolor físico. María le había confiado a los pecadores, y ella ejercía una "suave violencia" sobre Dios, su Padre, pero no como hija mimada sino como hija sacrificada.
Su enfermedad la postró en cama, sintiéndose clavada en el lecho como Cristo en la Cruz. Su cuerpo se encontraba en tortura pero su alma se sentía radiante. "La Cruz me basta...Me siento más feliz con mi crucifijo sobre mi lecho de dolor que una reina sobre su trono".
Y llegados a este punto de la vida de Bernadette, la autora Marcelle Auclair redacta el que podría haberse considerado el testamento espiritual de nuestra protagonista, palabras que no fueron escritas ni pronunciadas por Bernadette, pero que la maestría de la autora supo expresar ahondando en su sentimientos más profundos, y que constituyen las líneas más memorables de la obra que nos ocupa.
Todo ello pudo pasar por su mente, con toda probabilidad cuando se encontraba en su lecho de muerte, en el que sus últimas palabras fueron dirigidas a aquella bella Dama, la Santísima Virgen que tuvo a bien escogerla como su predilecta:
"Santa María, Madre de Dios, ruega por mí...pobre pecadora...pobre pecadora...pobre pecadora".
Así fue como expiró Bernadette Soubirous, devolviendo al Cielo los secretos que le había confiado Nuestra Señora, y pasando a formar parte de la eternidad.
A través de la lectura de esta obra de Marcelle Auclair, he aprendido más sobre mi querida Bernadette, que siempre sale a mi encuentro en mis recorridos por Lourdes, convirtiéndose en mi compañera inseparable.
Bernadette en el exterior del museo de Santa Bernadette.
Museo de Santa Bernadette.
Reliquias de Santa Bernadette en la cripta de la Basílica.
Las tiendas hacen referencia a ella, como la hija predilecta de Lourdes que es.
Bernadette en el exterior de la iglesia parroquial.
Capilla de Santa Bernadette en la iglesia parroquial.
Vidrieras en la iglesia parroquial, que representan a Bernadette junto al Abad Peyarmale:
Santa Bernadette en la cripta de la iglesia parroquial.
Bernadette en el jardín del Castillo.
Retratos de Bernadette y sus padres en el Moulin Boly, lugar de nacimento de la santa.
Objetos de Bernadette en Le Cachot (el calabozo).
Retrato de Bernadette en el Moulin Lacadé, donde vivió la familia tras ser rescatada de la miseria del calabozo.
Bernadette en el Moulin Lacadé.
Retrato de Bernadette sobre su cama en el Moulin Lacadé.
Representación de la aparición de la Virgen a Bernadette en el Museo del Petit Lourdes.
Fotografía de Bernadette rezando ante una imagen de la Santísima Virgen.
Museo del Petit Lourdes.
Representaciones de la vida de Bernadette en el Museo de Lourdes.
Bernadette en la entrada de la Iglesia de Santa Bernadette.
Bernadette en el recinto del Santuario.
Capilla de Santa Bernadette en el exterior de la Basílica del Rosario.
Bernadette en el Museo de Cera.
Bernadette en familia - Museo de Cera.
Bernadette junto al Abad Peyramale - Museo de Cera.
Reproducción del cuerpo de Santa Bernadette tal como se encuentra en el Convento de Nevers.
Museo de Cera.
FOTOS: María Luz
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